No puedo con R. F. Kuang


 

Seguramente sea una opinión poco extendida, ya que esta autora es una de las que mejor prensa gozan en el momento de escribir esta entrada, pero yo no puedo con ella. Mi primera (y de momento única) experiencia con Kuang es a través de su novela Babel, aunque también me compré en su día La guerra de la amapola, que ahora tengo en barbecho por razones obvias.

Babel nos plantea la historia de Robin, un joven de origen chino que es adoptado por un académico británico tras la muerte de su madre y recala en Londres, donde este hombre lo inscribirá en Babel, la facultad de traducción de Oxford. Nos encontramos en un siglo XIX alternativo, donde la magia existe y es capital en el orden geopolítico mundial, y más concretamente en el orden colonial británico, que es lo que nos ocupa. Aquí Robin aprenderá a utilizar la magia, que deriva directamente de la impresión en plata de términos traducidos en dos idiomas que pierden algo de su significado en el proceso (como ocurre siempre que se traduce algo de un idioma a otra; que nunca acabas de trasladar el 100% el significado original).

R. F. Kuang en persona
Aquí tenemos el primer punto positivo: el sistema de magia. Es la primera vez que me topo con algo tan sutil y nada invasivo a lo largo de la historia. Es ingenioso y da ganas de seguir ahondando en sus secretos. Es lo que hace tan importantes a los alumnos de Babel, que más que una facultad es una institución de poder por derecho propio. En este sentido, Kuang cae un poco en la moda del género académico, acuñado por la saga de Harry Potter, solo que aquí carga la tinta no tanto en la rutina académica (que está muy presente) sino en su impacto en la política británica y de otras potencias de la época. Dicho de otro modo, esta magia es como el petróleo o las tierras raras de nuestro tiempo.

El segundo punto fuerte de Babel es la lectura política y académica de fondo que hace. Su mensaje, nada sutil a ratos, viene a resumirse en la injusticia social que implica que las potencias más poderosas se aprovechen de las naciones sometidas para arrancarles sus recursos en beneficio propio. Es la historia del colonialismo, donde la metrópoli se lleva las materias primas sin que la colonia vea beneficio alguno. La gran genialidad es que aquí el recurso es el idioma. La metrópoli se lleva el idioma de sus colonias, y cuanto más raro y diferente sea con respecto al suyo propio, mejor, porque así la brecha entre término traducido y traducción tiene un efecto más poderoso. ¿Y cómo se llevan ese idioma? Siendo la metrópoli quien adiestra a los jóvenes (en este caso chino) porque cuenta con los recursos para ello y se encarga de que la colonia no.

Kuang empapa su narrativa de pasajes de reflexión académica sobre la geopolítica colonial y el poder de los idiomas y su traducción que bien podrían llenar un ensayo, más que una novela. Son conceptos filosóficos sumamente interesantes que, como traductor que fui, me resultaron muy interesantes. ¡Pero no en una novela! O al menos no del modo en el que Kuang los emplea.

Y aquí está el problema de Babel: se pierde tanto en el mensaje que desea transmitir que se olvida (a veces casi por completo) de que viene dada en forma de novela; y una novela debería entretener aparte de informar. No sé si es pretendido o no, pero este desajuste (ojo, que hay hasta notas al pie para explicar conceptos) lastra considerablemente el ritmo de la historia, que avanza como un zombi sin piernas. Lees páginas y páginas de rutina académica y luego páginas y páginas de reflexiones filosóficas acerca de los secretos de la lengua y las injusticias del colonialismo, y entre medias a veces atisbas un relato.

Un problema añadido es que la progresión de las relaciones de los personajes no se muestra, sino que se explica en una parrafada que te tienes que creer. No te deja acompañarlos en el descubrimiento de sus amistades o amoríos; en sus enfrentamientos y animosidades. Solo te lo dice, y no precisamente de forma amena. El resultado es que no empatizas con los personajes y acabas leyendo en diagonal una trama que se insinúa interesante, pero no acaba de arrancar.

Confieso que no he podido terminar la novela. No suelo abrir libros para luchar con ellos o tratar de forzarme a que me resulten divertidos. Si hay la menor duda razonable al respecto, se van al cajón de Wallapop. Sigo con la firme intención de leerme al menos el primer volumen de La guerra de la amapola, pero pasará tiempo antes de que me atreva a asomar la patita por los fueros de la señora Kuang. De momento, solo puedo decir que no puedo con ella. 

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